PostHeaderIcon Primera Cruzada

La chispa fue encendida por el Papa Urbano II, al finalizar el Concilio de Clermont, aunque en realidad el motivo oficial de la convocatoria del concilio fue la condena al rey Felipe I de Francia que se negaba a unirse de nuevo con su esposa. No obstante, otro propósito más amplio y profundo había de tratarse pues concurrieron caballeros de muchas regiones francesas, tantos que el pueblo de Clermont no pudo acogerlos a todos y la mayoría debió levantar sus tiendas en la llanura próxima había muchos sacerdotes y gente del pueblo estaban también, se dice que asistieron catorce arzobispos, más de doscientos obispos y cuatrocientos abades. En esa atmósfera solemne, el Papa exhortó a los cristianos a iniciar una guerra contra los infieles, Citando una frase de los Evangelios: “El que no lleva su cruz para seguirme no puede ser mi discípulo”. - Y agregó - :”Debéis colocaros una cruz en vuestras ropas”, y la multitud, llena de entusiasmo, gritó: “Dios lo quiere”. Ese fue, más tarde, el grito de guerra de los cruzados.
En la primavera de 1097 los ejércitos cruzados iniciaron su viaje hacia Siria, fue una marcha triunfal que arrolló el poder de los turcos y restableció la autoridad del emperador bizantino en aquella zona, y el 14 de Mayo de aquel mismo año tuvo lugar la primera gran acción guerrera con el sitio de Nicea, que vino a rendirse un mes más tarde, el 19 de junio, quedando así el camino limpio para que los cruzados avanzaran hacia Antioquía, en el norte de Siria.
En Antioquía los ejércitos cristianos tuvieron su primer gran tropiezo, pues esta rica ciudad comercial estaba rodeada por formidables murallas coronadas de torres tan numerosas que, según se decía, eran tantas como los días del año, necesitaron seis meses los cruzados para apoderarse de la ciudad, que al fin cayó en sus manos el 3 de junio de 1098, tras un prolongado y penoso asedio. Pero en menos de dos días fueron cercados, a su vez, por un nutrido ejército a las órdenes de Kerbogath, sultán de Mosul.
Los sitiados agotaron pronto su provisión de víveres, viéndose reducidos para sobrevivir no sólo a sacrificar caballos y animales de tiro, sino que también a comer perros y hasta ratas. En los momentos en que la desesperación se hizo más fuerte entre los guerreros cristianos, Raimundo de Tolosa (un líder de la cruzada) recibió la visita de un pobre sacerdote provenzal llamado Pedro Bartolomé le reveló que se le había aparecido en sueños el apóstol Andrés y le había dicho que en el suelo de una de las iglesias de Antioquía estaba enterrada la lanza que traspasó el costado de Cristo en la Cruz, la cual daría la victoria a los cruzados, siguiendo este consejo Raimundo de Tolosa ordeno a sus hombres a buscar dicha lanza, por fin al atardecer del 14 de julio de 1098, descendió el mismo Pedro Bartolomé a la fosa y emergió de ella con la lanza en la mano ante esta verdadera resurrección anímica, Boemundo (otro líder de la cruzada) decidió arriesgar el todo por el todo en una sola gran batalla, dejando el campo turco abandonado, los cruzados hallaron víveres en abundancia.
La animosidad entre Boemundo y Raimundo de Tolosa se tornó en enemistad declarada, y después de un descanso de seis meses en Antioquía, el 13 de enero de 1099 Boemundo, Tancredo y Roberto de Normandía partieron hacia Jerusalén. En Trípoli se les unió Godofredo de Bouillon y Roberto de Flandes, y desde allí, los cinco continuaron hacia el sur, acompañados de unos 12 mil seguidores.
El 7 de junio de 1099 los cruzados vieron por primera vez brillar a la luz del alba las almenas y las torres de la Ciudad Santa y clamaron en un sólo grito:”Jerusalén, Jerusalén”, derramando lágrimas de emoción, el ejército entero cayó de rodillas y besó el suelo por el que un día había marchado Cristo.
Pero los gruesos muros y las fuertes torres de Jerusalén rechazaron el primer embate de los cruzados, por lo que fue preciso someter a la ciudad a un sitio pero el agobiante calor de verano representó asimismo un cruel sufrimiento para los guerreros cristianos, acostumbrados a vivir en las templadas regiones de Europa. Durante dos días y dos noches atacaron con arietes, antes de que las torres movibles de asalto pudieran ser transportadas hasta las murallas enemigas. Su intención era tender pasarelas desde las torres hasta los muros.
El 15 de julio, al amanecer, todo estaba dispuesto. Godofredo de Bouillon se encaramó sobre su imponente torre y la mandó trasladar junto a las murallas. En la cima, los cruzados habían erigido un gran crucifijo que los musulmanes procuraban infructuosamente derribar, la leyenda cuenta que cuando los cristianos intentaban en vano vencer la resistencia de los sarracenos, hasta que Godofredo vio en lo alto del cercano monte Olivete un caballero que agitaba un escudo brillante. “Mirad, San Jorge ha venido en nuestra ayuda”, habría exclamado, mito o realidad, lo cierto es que los cristianos, alentados por el valor a toda prueba de Godofredo, reaccionaron y al fin lograron escalar las murallas de la ciudad.
Tancredo y sus normandos abrieron un boquete en el extremo opuesto de Jerusalén, mientras Raimundo forzaba la puerta de Sión, de esta manera después de un mes de sitio, Jerusalén había sido tomada por asalto, la mortandad fue horrible, los jinetes cristianos, al pasar por las calles, iban chapoteando sobre charcos de sangre.
Al anochecer de aquel 15 de julio, arrollando toda resistencia, los cruzados se abrieron camino hasta la iglesia del Santo Sepulcro y, exhaustos, sollozando de alegría, cayeron de hinojos elevando a Dios sus oraciones.
El éxito occidental se debió ante todo a una superioridad técnica incuestionable en el arte de la guerra: la armadura transformó a los caballeros en verdaderas ciudadelas ambulantes y la cota de malla de sus auxiliares los hizo casi invulnerables a las flechas y el hierro de los musulmanes. La muerte del sultán Malik-chah en 1092 había desorganizado al imperio turco en vísperas de la ofensiva cristiana, las divisiones familiares, ambiciones personales y rivalidades de sectas provocaron una lucha fratricida entre los turcos, un sultán reinaba en Irán, otro en el Asia Menor; Alepo tenía rey propio, y Damasco igualmente, los fanáticos bebedores de “Haxix”, llamados por los francos “asesinos”, desmoralizaban y desunían a los sirios y los cruzados aprovecharon todas estas desuniones y así fue como, favorecidos por el caos reinante en las filas enemigas, pudieron hacer su entrada triunfal en Jerusalén.
Una vez conquistada Jerusalén, los cruzados fundaron allí un reino cuyo cetro ofrecieron a Godofredo de Bouillon. Pero éste lo rechazó con estas palabras: “No pondré en mi cabeza una corona de oro en el mismo lugar donde la llevó de espinas el Redentor”. De hecho, Godofredo se contentó con el título de gobernador y defensor del Santo Sepulcro, para no ofender a una Iglesia, para la cual existía una soberanía: la del Papa. El caudillo de la Primera Cruzada permaneció en Jerusalén con tropas escogidas para defender aquella preciosa conquista de la cristiandad un año más tarde falleció, después de conseguir una nueva victoria contra un ejército enviado por el califa de El Cairo, la mayoría de los cruzados regresaron a Europa y los que se quedaron en Oriente
Balduino, hermano de Godofredo, y sus loreneses empezaron por fundar un condado autónoma en Edesa, Tancredo y sus normandos se apoderaron de Alejandreta, y Boemundo y los normando de Italia, de Antioquía y la Siria conquistada se dividió al estilo feudal: al sur, de Beirut a Gaza, emergió el reino de Jerusalén, cuyas fronteras, a la muerte de Godofredo fueron llevadas por Balduino hasta el mar Rojo. Comprendió un dominio real - Jerusalén, Acre y Tiro - con cuatro grandes feudos: las baronías de Jaffa, Galilea, Sidón y Montreal.
Pero Roma se dividió de Constantinopla: “La Iglesia romana se negó a devolver Antioquía a la Iglesia griega, y los barones franceses rehusaron obedecer a los funcionarios imperiales de Bizancio. Muy pronto, los latinos se convencieron de que respecto de ellos, los griegos eran “traidores” y “pérfidos”, de los que no podía esperarse ningún beneficio. Los griegos, a su vez, vieron en los occidentales simples “bárbaros codiciosos, dispuestos a atacar y dividir el Imperio, cuando se les presentara una ocasión favorable”. De este modo, el distanciamiento ya existente desde antes de las cruzadas se transformó en odio y la Iglesia cristiana de Oriente hasta llegó a preferir el dominio turco antes de someterse al Papa.”

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